miércoles, 23 de diciembre de 2015

Las últimas almas libres


Tenía que pasar tarde o temprano, y además debía suceder de buena mañana en un día laborable. Aunque era lo más previsible, hubo quien lo achacó a la mala suerte.
El engranaje de transporte privado motorizado colapsó exactamente a las 8:48, hora peninsular. Justo en el momento en el que el empleado de una papelería de la ciudad se incorporaba desde su garaje particular a la fila de coches que tenía en frente de casa para desplazarse a su lugar de trabajo, a medio kilómetro de distancia. Una vez metido entre el tráfico, ya no hubo vehículo que avanzara ni retrocediera. El Sistema de Conducción Automática que cada usuario tenía instalado y que permitía que se sincronizaran los vehículos para moverse de un lugar a otro sin tocarse, ya no encontraba el espacio suficiente en toda la urbe para la maniobrabilidad de los autos. Hasta la llegada de esa fatídica mañana, por muy saturadas que parecieran las calles, los turismos siempre hallaban el hueco necesario al cambiar de carril o incorporarse a otra vía. Aunque para ello, era imprescindible la ayuda del resto de usuarios de la localidad, que de un modo rigurosamente calculado, reducían la distancia entre sí hasta dejar libre el espacio exacto para permitir la maniobra. Desde las alturas, el ver dos filas de coches uniéndose en un mismo destino, hacía recordar el mecanismo de una cremallera. Y todo sin que llegara nadie a pararse por completo. El tráfico en hora punta consistía en una masa de vehículos sin principio ni fin que, comportándose como un ente vivo, en perpetuo movimiento, rodeaba la metrópoli y penetraba en sus entrañas a través de una compleja maraña de carreteras.
Todo andaba en orden hasta la mañana en que el trabajador de la papelería puso un coche de más sobre el asfalto e hizo físicamente imposible que la circulación continuara su curso. Aunque no sería justo culpar a aquel joven. Fue él como pudo haber sido cualquier otro. En realidad, el problema empezaba la tarde anterior al otro extremo de la ciudad, cuando un banquero regalaba un coche a su hija por su cumpleaños y ésta decidía estrenarlo yendo a comprar tabaco al empezar el día. El último coche que se compró antes de ese, era el último coche que podía aceptar el tránsito, y es algo que nadie había podido vaticinar. Incluso ya con las carreteras atestadas de vehículos paralizados, tardaron en sospechar que el problema era que habías más coches de los que cabían. La primera hipótesis era que el Sistema de Conducción Automática se había averiado de algún modo. Cuando descartaron esta opción y se dieron cuenta de la causa del caos, actuaron con rapidez y eficacia. El ayuntamiento buscó al habitante al que presuntamente menos tiempo le quedaba por disfrutar al volante y le expropiaron de inmediato su medio de transporte. No era más que un septuagenario que, como cada día, disfrutaba de su paseo matutino. Al momento, fueron desplazados hasta allí los bomberos, que al igual que el resto de vehículos de emergencia, sólo podían desplazarse por vía aérea. El Seat fue desguazado ahí mismo, en medio de la calle, ante la triste mirada del anciano, y una vez fue retirado pieza por pieza ese coche de más, la rutina continuó sin ningún otro percance. Pero quedaba el impacto social que suponía haber despojado a un ciudadano de su Derecho Inviolable a la Conducción Motorizada. Los vecinos habían quedado abrumados ante la posibilidad de que se tuviera que volver a recurrir a una medida tan dramática y radical. Podía pasar en cualquier momento porque en cualquier momento alguien podía comprar un coche nuevo.
De modo que el concejal de movilidad mandó reunirse de urgencia a las asociaciones de los medios de locomoción más importantes de la ciudad para abordar el tema. La Sociedad de Deportivos Descapotables, la Asociación de Taxis Diesel, Amigos del Monovolumen, Todoterrenos Sin Fronteras y No Sin Mi Mini entre otros, lograron dejar a un lado sus múltiples diferencias para discutir las posibles soluciones. Ni tan siquiera se planteó la idea de impedir que alguien más comprara un coche. Y es que el Derecho Inviolable a la Conducción Motorizada ya había sufrido suficiente agravio cuando incautaron el vehículo de aquel señor mayor. Era evidente que la única solución era crear más espacio para que cupieran más coches, pero ¿de dónde iban a sacarlo?. El asfalto ya había devorado parques, plazas y glorietas; no quedaban semáforos porque había sido eliminado hasta el último cruce al mismo nivel; no había árboles, bancos, buzones ni papeleras en la acera por la sencilla razón de que apenas había acera en la que ubicarlos. Los viandantes habían terminado por aceptar que desplazarse en coche era más cómodo y rápido que hacerlo a pie y habían permitido indolentemente que las zonas peatonales sucumbieran ante las necesidades reales de la gente. Igualmente, el transporte público había cedido ante la misma lógica. ¿Quién puede querer entrar en un metro o bus habiendo una opción más barata y confortable? ¡Es de locos! Porque cabe recordar que, aunque pudiera parecer opresivo ver las calles abarrotadas en hora punta, cada conductor, dentro de su automóvil, gozaba de un amplio e íntimo espacio para él solo. Por esa razón, también los túneles del metro habían sido reutilizados en favor del engranaje automovilístico y eran ahora un extenso parking. Era imprescindible, debido a que para asegurarle más espacio al tráfico rodado, se había prohibido el aparcamiento al aire libre y cada coche que no estuviera en movimiento debía estar en un parking o garaje. Para ello, a parte de los túneles del metro, toda casa, empresa o pequeño negocio requería de varias plazas para automóvil.

Una veintena de hombres rechonchos se sentaba en torno a una mesa redonda.

- Os veo bien a todos- dijo el concejal con una amplia sonrisa -especialmente a ti.

- Otro como mi mujer, yo no me veo tan mal- respondió el aludido, presidente de Todoterrenos sin Fronteras.

- Dentro de poco no cabrás dentro de tu Nissan- observó el representante de la Sociedad de Deportivos Descapotables.

- Pues me compraré otro más grande- contestó.

Todos rieron.

- Tíos, no os distraigáis. Debemos arreglar la situación- advirtió un hombre con una chapa de la Asociación de Taxis a Gasolina en la camisa.

- Por primera vez voy a estar de acuerdo con este señor- dijo su homólogo de la Asociación de Taxis Diesel. -Pongámonos serios. ¿No podemos construir carreteras encima de otras?

- No hay dinero suficiente para una infraestructura de ese calibre. De todas formas, urgen soluciones más inmediatas.

- Pues hay que tirar casas abajo, no hay otro modo de ensanchar las calles- la idea del presidente de Amigos del Monovolumen fue escuchada y considerada por todos.

- ¡Oh, espera! ¿Esto qué es?- el delegado de No Sin Mi Mini, estudiaba con interés el plano de la ciudad.

El resto de los hombres se inclinaron sobre el mapa y pudieron apreciar una pequeña línea que discurría por toda urbe en paralelo a las carreteras. En contraste con el ancho de la calzada y sus 8 carriles para cada sentido, aquel pequeño hilo, resultaba casi imperceptible. ¿Qué diantres es eso?, pensaron los 20 conductores simultáneamente. Acto seguido, bajaron a la calle para verificar que lo que se veía en los planos no era un error de imprenta y, efectivamente, ahí estaba. Entre la extensa calzada y la exigua acera, había algo que no era ni calzada ni acera. Un trozo de suelo pintado de verde al mismo nivel que la carretera, limitado por un bordillo a cada lado y que no llegaba al metro y medio de anchura. Ninguno de los 20 caballeros había reparado antes en ella a pesar de tenerla a centímetros de la fachada de sus viviendas, y es que no suele fijarse en el suelo que pisa quien lo hace sobre cuatro ruedas. Rara vez salían a pie por la puerta de sus casas.
Estuvieron en el exterior el tiempo justo para mirar a un lado y a otro, observar que la extraña vía sin aparente utilidad se extendía hasta más allá de donde la niebla pardusca permitía ver y sentenciar que sumando ese trozo de suelo al que, según los planos, debía haber al otro lado de la calle, habría espacio suficiente para un carril más que aliviara en tránsito.
La decisión fue unánime, los 19 representantes de los distintos tipos de transporte ordenaron al señor concejal que iniciara los trámites para hacer buen uso de ese espacio vacío y 24 horas más tarde, habría desaparecido por completo.

Si hubiesen permanecido tan sólo 30 segundos más al aire libre, hubiesen podido ver una sigilosa sombra atravesando la insalubre neblina, y de no haberla visto, ésta les hubiese alertado de su presencia con el agudo tintineo metálico de un timbre. Y de haber estado más tiempo todavía, habrían observado que esos fantasmas silenciosos pasaban por delante de sus casas con relativa regularidad. Desde que años atrás, fuesen expulsados de la calzada por el bien del tráfico y recluidos a ambos bordes de la carretera, se habían convertido en almas libres e independientes del resto de vehículos, lo cual los dejó exentos de los problemas que produjo el Día del Caos. Sin hacer demasiado ruido, sin llamar la atención de los conductores, disfrutaban del único transporte que seguía siendo más rápido y barato que el coche y que, por lo tanto, no se había rendido todavía a la lógica de la maquinaria automovilística. No es seguro que el encontrar una bicicleta pasando ante sus ojos hubiese hecho cambiar de idea a aquellos 20 hombres, pero quizás al menos, al ver las calles desde otro punto de vista, se hubiese implantado en ellos la semilla de un futuro diferente.
Al día siguiente, no volvería a pasar el mismo ciclista por allí. Ni el mismo ni ningún otro. Definitivamente, se habrían visto obligados a sacar otro coche a la calzada para unirse a esa conga infinita.
Algunos años más tarde, la ciudad volvería a tener el mismo problema, esta vez sin una solución tan fácil. Iban a necesitar entonces una revelación, que se replantearse el Derecho Inviolable a la Conducción Motorizada, que alguien salvara a la sociedad de sí misma con una simple pregunta: ¿Y si no necesitamos más espacio, sino menos coches? Esa pregunta tan sencilla y certera era lo único que hacía falta, pero para entonces ya no quedaría un alma libre que la hiciera.

jueves, 10 de diciembre de 2015

Sotaterra - l'Heroi

 
“El agua se encontraba más tranquila de lo que era habitual a esas horas de la tarde y se extendía hacia el horizonte como una sábana recién planchada. Y él nadaba plácidamente, como alguien empeñado en alterar lo menos posible la serenidad de la superficie. Avanzaba a través del mar irisado formando suaves ondas a su alrededor, con la serenidad y convicción que da el saber querápido se me apretoOó… y me gusta tanto cuando se pega, ¡pega!”

El joven pasajero levantó la vista del libro para averiguar qué había interrumpido su lectura. Acababa de cruzar la puerta un individuo corpulento, con un cigarrillo a medio fumar en la oreja y desnudo de cintura para arriba. La camiseta que debía cubrirle el torso colgaba despreocupadamente de su hombro. Se acercó haciendo sonar sus chanclas en el suelo y se acomodó a una distancia de dos asientos vacíos. Por lo visto, dicho individuo, no veía necesario el uso de auriculares a la hora de escuchar música. De tal manera que convertía a todos los que le rodeaban en involuntario público de su serenata. Nuestro protagonista trató de centrarse de nuevo en la novela que tenía entre las manos pero por encima de las palabras que su mente iba interpretando, se alzaba el metálico sonido del teléfono móvil de su vecino. Nadie dijo ni hizo nada para acabar con aquella falta de respeto. Había más gente allí dentro, no podía ser que a nadie más le resultara molesto. Frustrado, pensó en una fácil solución a su problema: desplazarse hasta otro punto del vagón. Allá donde la música de aquel energúmeno no pudiera incomodarlo. Pero en lugar de ello hizo algo que no habría osado hacer de no encontrarse tan furioso. Se acercó aún más a la fuente de su enfado. Justo al lado. Tocando muslo con muslo. Toda una provocación hacia alguien que, aparentemente, tendría las de ganar si el encuentro pasaba a mayores. Nuestro héroe abrió de nuevo el libro y habló dirigiéndose directamente a su antagonista.

            - Mientras nadaba, sólo pensaba en ella. En sus suaves muslos, en su piel color canela, en el lunar al borde el ombligo…

            Fue alzando la voz para imponerla sobre la irritante música, y la alzó más aún para acallar las réplicas de su oyente, que no se encontraba preparado para tal contrariedad.

- Subió las escaleras con la misma parsimonia con la que había llegado nadando. En su rostro de mirada ausente se dibujaba una sonrisa bobalicona.

Los boquerones frescos recién comprados de la mujer sentada en frente ayudaban a proyectar lo que leía.

- Quizá, de no encontrarse tan absorto, hubiera advertido las sutiles señales que presagiaban un final trágico.

El destinatario del relato levantó sus gafas de sol, aún incrédulo, para observar mejor a su rival.

– Se dirigió a proa mirando hacia la costa esquivando sin querer los retazos de una camiseta desgarrada.

Le pareció escuchar ahí fuera, graznidos de gaviota.

- Abrió los brazos y cerró los ojos para sentirse envuelto por aquel aire tan mediterráneo.

Olía el mar y casi sentía el agua salada en a boca.

- Tardó unos minutos en descubrir que algo no iba a bien. Esperaba verla nadando cerca de allí pero no conseguía encontrarla.

De pronto se dio cuenta de que la música había parado de sonar. Lo cual no le parecía una buena señal. Había olvidado que estaba leyendo en voz alta para importunar a un ser hostil.

-No está, ¿dónde puede haber ido?, dijo en voz alta.

No levantaba la cabeza del libro pero notaba la dura mirada de su oponente clavada en él.

– La esperó sentado mirando hacia la orilla hasta que vio caer el sol…

A cada palabra que pronunciaba, notaba crecer la tensión en el ambiente

-…y concluyó entonces que habían estado jugando con él. Aquello era algún tipo de broma pesada.

Sentía que la agresión física directa era ya una opción más que plausible

-Estaba a punto de volver cuando escuchó un sonido proveniente de la cabina.

El golpe parecía inminente, pero no desistió.

-Algo había caído.

Se le quebraba la voz. Se esfumaba el valor reunido por la rabia y empezaba a ver aquello como un sinsentido.

- Se acercó hasta allí con paso precavido…

Aunque empezaba a amilanarse, no paró de leer.

- … y al llegar, la vio.

Entrecerraba los ojos cada vez que intuía un movimiento brusco

- O mejor dicho, vio sus pies, descalzo uno de ellos, que colgaban inertes a un metro del suelo.

Aquello no había sido una buena idea.

- No se atrevió a mirar arriba, no quería ver su cara hinchada y azul.

Fue entonces, cuando ya tenía la certeza de que aquello no iba a acabar nada bien, cuando escuchó anunciarse su parada y recobró el valor perdido

- Un ligero balanceo le hizo suponer que alguien subía a bordo. Se quedó en silencio.

Gesticulaba con una mano mientras agarraba el libro con la otra.

- El sonido de unos pasos confirmaron que había otra persona en la embarcación. Buscó alrededor suyo algo con lo que poder defenderse de quien quiera que estuviese ahí fuera. Tenía en la mano la zapatilla que había caído del cuerpo sin vida de la muchacha cuando apareció por el marco de la puerta…

Y antes de terminar esta frase, se detuvo el metro, y el muchacho no perdió tiempo en cerrar el libro, levantarse y salir al calor sofocante y la seguridad que del andén.

Su adversario se puso en pie, caminó tras él y lo detuvo con un bramido.

- ¿Y luego qué? - dijo sin llegar atravesar la puerta.

- ¿Cómo? – Respondió desconcertado.

- ¿Qué le pasó al chaval?

            Como respuesta vio cómo la mueca de terror de aquel héroe anónimo se transformaba paulatinamente en una pícara sonrisa al tiempo que las puertas se cerraban.