domingo, 31 de enero de 2016

El loco del barrio y su casa sin esquinas

Despierta cuando todavía el tráfico es escaso y antes de que suene el primer bocinazo, ya ha salido de ese pequeño refugio en el que duerme cada noche. Consiste en un barco de vela latina varado sobre la hierba. Es un navío que jamás volverá a zarpar y está tan bien cuidado que parece que nunca se haya posado sobre el agua. El mástil atraviesa el casco del barco para clavarse perpetuamente en lo más profundo de la tierra, la percha de la que debería colgar la vela, lejos de lo versátil que fue antaño, está concienzudamente fijada al mástil y la vela ha sido sustituida por una delicada y ligera trama de hilos con el fin de suavizar la fuerza del viento.
Lo primero que hace al levantarse, es echarle una ojeada a un exiguo campo de hortalizas custodiado por tres altas palmeras datileras, a escasos pasos de su lecho. Lo segundo, darle de comer a los conejos y gallinas que alberga ocultos en un recoveco entre los setos. No hay más que unos cuantos metros entre el huerto y el corral y, más allá del corral, tan sólo está el bordillo que delimita un reino amablemente usurpado. Al bajar el bordillo todo es caos. Cuatro carriles marcados sobre un asfalto castigado sin cesar por una vorágine de armatostes motorizados que, como cada día, perpetúan la costumbre de correr en círculos hasta que un letrero con forma de flecha los escupe en una dirección concreta. Pero el personaje que reside en el ojo del huracán vive ajeno a todo ese furor descontrolado. Cuando ha terminado de atender sus obligaciones con animales y hortalizas, camina hasta el otro lado del 'jardín', la parte enfocada hacia la ciudad. Allí suele calentar café con la ayuda de una pequeña bombona de gas, sentarse en una silla desplegable y leer el periódico, pero nadie le ha lanzado ningún periódico todavía.
Se dispone a colocar su asiento cuando descubre, al otro lado del desfile de coches, al borde de la acera, pegado a una mochila aparatosa, a un niño que observa cada uno de sus movimientos. No tendrá más de 10 años. Lo saluda con la mano y el chaval pega un respingo. El crío le grita algo que no se logra imponer al clamor del tráfico, de modo que lo único que recibe como respuesta es un gesto de incomprensión. Mira a un lado y a otro y continúa su camino bordeando la calzada. Una vez pierde de vista al muchacho, pone el café sobre el camping-gas, coge una nevera de playa de detrás de un arbusto y extrae de ella una caja de galletas y un pantalón de chándal. De la caja de galletas saca una bobina de hilo con la aguja ya enhebrada en el extremo y empieza la tarea que le ha sido encomendada.
Alguien vino a visitarle una noche a unas horas en las que a nadie le apetece montarse en vehículo alguno, y le dijo que si le haría el favor de remendar un par de prendas a cambio de una garrafa de aceite de oliva. A lo que contestó que no era necesario tanto por un par de prendas, que se conformaba con un paquete de sal. Este favor, como muchos otros, se lo piden desde esa distancia de cuatro carriles que le separa del mundo cotidiano. Si tiene cuidado, puede salir de ahí cuando quiera. Nada ni nadie se lo impide, pero hace mucho tiempo que no se le ve en contracto directo con sus vecinos. Toda conexión que lo mantiene unido al resto de ciudadanos es una cuerda que cuelga de una farola mediante un rudimentario pero ingenioso sistema de poleas. A través de este práctico mecanismo le ha llegado tanto lo necesario para cumplir con los favores que le piden como lo que recibe como compensación a su trabajo. Desde que está ahí, ha montado sillas, ha pintado algún que otro cuadro, ha reparado un par de relojes, arregló una bicicleta que no cambiaba de marcha y una vez, nadie sabe muy bien cómo, hizo revivir una radio de los años 60. Ahí tiene suministro de agua por el sistema de riego, como también tiene acceso a la luz a través de la farola. Pero sólo se hace uso de ella en diciembre para ornamentar con luces navideñas uno de los tres naranjos bordes que tiene a su alcance. Naranjos con cuyos frutos, suele hacer mermelada todos los años.
A parte de los conejos y gallinas ya mencionados, no tiene mayor compañía ahí dentro que una colonia de molestos loros verdes que le han cogido cariño a una de las palmeras, y que son tan reacios a largarse, como él a expulsarlos. No por altruismo ni hospitalidad, sino porque sus deposiciones le son muy provechosas para fertilizar el huerto.
Se encuentra de pronto con que ha cometido un error de principiante a la hora de hilvanar la tela y le ha quedado con un incómodo pliegue en la ingle del pantalón. Se aleja de la prenda para pensar en un solución que no pase por echar por tierra el trabajo realizado, coge la taza de café y, al levantar la cabeza para darle el primer sorbo, se sorprende de ver de nuevo al muchacho en el mismo lugar en el que lo encontró por primera vez. Tarda un par de segundos en darse cuenta de que nunca se había ido, tan sólo había dado la vuelta buscando por dónde aproximarse. El niño junta las manos en torno a la boca antes de alzar la voz y esta vez sus palabras sí se le llegan a entender con claridad.
- ¿Cómo se vive ahí dentro, señor?
- No se está mal. -Responde. Y con una sonrisa añade:- Pero nunca me llega el correo.
Tenía la respuesta ya preparada para cuando surgiera la pregunta, pero el chaval no parece encontrarle la gracia. Pone cara de no entender nada y casi se le puede leer la frase que tiene en la mente: '¿Y qué esperas? Vives en una maldita rotonda'.