viernes, 9 de agosto de 2013

Sotaterra



El vagón se encontraba atestado de gente solitaria, metida cada cual en una burbuja infranqueable. Aquel que no quedaba absorto por la pantalla de un smartphone, lo estaba por un libro o un sudoku. Algunos de ellos fortalecían su burbuja eclipsando cualquier sonido ambiental con unos cascos o auriculares, de modo que un poco de música los dejaba completamente aislados de su entorno.

Pero de pronto sucedió algo inesperado. Sin mayor aviso que un ligero parpadeo de las luces, reventaron instantáneamente todas las burbujas. Se apagaron las luces del vagón y el metro se acabó deteniendo suavemente pocos segundos después. Antes de que cundiera el pánico se activaron las luces de emergencia. Unas luces amarillentas, que alumbraban lo justo para intentar adivinar el rostro del pasajero de enfrente, insuficiente para volver a plantar la mirada ante un libro. Además, el repentino incidente dejó, por lo visto, los aparatos electrónicos momentáneamente inservibles. Los pasajeros, más que asustados parecían confusos. Se les abría un mundo nuevo. Sus sentidos se colapsaban ante la explosión de matices que adquirían de su entorno. Quedaron por unos momentos perplejos, sin saber hacer otra cosa que mirarse unos a otros buscando vanamente una explicación en sus semejantes. Hasta que otro suceso centró de nuevo la atención de todos. En medio de aquel silencio sepulcral, mis tripas rugieron ferozmente.

- Parece que hay hambre - Dijo la señora de mi derecha con una amplia sonrisa.

- Bastante - Respondí - Y además no sé qué voy a comer hoy.

- Eso está bien - Dijo la chica jovial que tenía en frente. Una de esas personas que se antepone siempre a sus arrugas, que se niega a envejecer. - Llegar a casa con hambre y no saber qué hay. Es en plan: sorpresa!

- No, no. Si cuando llegue a casa no habrá nada hecho porque hoy cocino yo.

- Unos macarrones. En caso de duda siempre te quedarán los macarrones - Fue la sugerencia del hombre con corbata que estaba de pie frente a la puerta de salida. Algunos de los pasajeros secundaron la propuesta.

- No, ya hice el otro día macarrones. Veréis, el caso es que para mí esto de la cocina es relativamente nuevo. Soy un principiante y me gusta que cada cosa que haga sea la primera vez que la hago.

- Hombre, puedes hacer pasta, sin que sea la típica con tomate frito - Volvió a decir el hombre con corbata.

- Claro, nano. En vez de tomate le echas salsa philadelphia - Añadió un chaval de piel morena, con gorra y camiseta de tirantes.

- Y eso cómo es? - Pregunté

- Pues mira, tío, bates unos huevos, lo mezclas con philadelphia y le pones sal, pimienta, orégano y algo de vinagre. Luego fríes tiras de bacon y lo mezclas todo en la sartén. Y de ahí a los macarrones.

- Ufff... muy complicado para mí.

- Si quieres algo rápido y fácil puedes hacer una cosa que a mis hijos les gusta mucho, tendrán tu edad. - volvió a hablar la señora de mi derecha - Haces puré de patata, un huevo encima, queso rallado y lo metes en el horno 40 minutos.

- Pues pinta bien.

- Y si al puré le pones algo de chorizo ya es lo más - Intercedió una muchacha que había permanecido callada hasta entonces.

- A mí no me mires, yo es que soy vegana - declaró la chica jovial de antes.

Pensé, 'ni que estuvieses invitada a comer' pero no dije nada al respecto.

- Esos son los que no pueden comer pan? - Se interesó la señora madre de mi derecha.

- Pan sí, lo que no como es chorizo porque es carne - Respondió la propia vegana.

- Pero esos no sos los vegetarianos? - La voz de una mujer surgió de la oscuridad varios asientos más allá

- No, los veganos no toman nada de origen animal. - Le respondió otra voz, esta vez de un hombre, pero irreconocible a la distancia que estaba - No comen queso, por ejemplo, porque se hace con leche que sale de las vacas.

Y a partir de ahí empezaron a emerger voces desde todos los puntos del vagón recordándole a la chica lo que no comía.

- No puede comer natillas.

- Ni flanes.

- Ni yogures.

- Ni helados.

- Ni chocolate.

- No come tortilla! - Exclamó el chico sin mangas echándose las manos a la cabeza.

- Y qué come? - Preguntó otra voz.

- Piedras! - Contestó la voz de un señor mayor.

Todos rieron ante la ocurrencia del anciano. Incluyendo la propia vegana, que esperaba pacientemente para poder explicar en qué consistía su dieta. Pero alguien, queriendo retomar el tema sobre qué podía hacerme para comer, se le adelantó:

- Oye, has probado el tabule? - Era un chico magrebí con un castellano casi impoluto.

- Tabule? Eso es cous cous? - Dije

- Sí.

- Pues sí lo hice una vez, pero no con la receta tradicional. Me inventé mi propia receta con salsa de miel.

- Y qué tal? - Fue la chica que poco antes sugería chorizo en el puré de patatas.

- Bueno, digamos que la receta está por pulir.

-Hostia! - Irrumpió de nuevo el chaval moreno sin mangas - Los veganos comen miel?

- Pues no porque viene de las abejas y son animales también. - Decretó alguien en la oscuridad.

- Ya pero no es algo que salga del animal, es algo que fabrica, a la abeja no el haces ningún daño - Discrepó otro ser anónimo.

- Pero eso da igual. Estás esclavizando a las abejas para tu propio consumo.

- Esclavizar! Las abejas hacen miel porque quieren, porque es lo que hacen siempre. A ellas nadie las obliga.

- No si yo estoy contigo, yo le echo miel a todo pero creo que si fueses vegano no podrías probarla.

A muchos de los presentes les divertía la discusión. Especialmente a la vegana, que escuchaba atentamente los argumentos de unos y otros con una gran sonrisa en los labios. Hasta que, llegado a punto muerto de la disputa, se dispuso a mediar para zanjar el tema. Pero en el momento en que abría la boca giró bruscamente la cabeza alertada por un sonido que le resultaba familiar. Recordaba a un perro que escucha en la lejanía la voz de su dueño. El sonido era el de una blackberry recibiendo un mensaje de whattsapp. En un acto reflejo, muchos de los pasajeros se echaron la mano al bolsillo para comprobar que, efectivamente, sus dispositivos volvían a estar en uso. Apenas unos segundo más tarde volvió la luz y poco después el metro retomó el rumbo. Uno a uno fueron volviendo a sus quehaceres de antes del incidente. El chico de tirantes se puso sus cascos, el hombre con corbata sacó su iPod, la vegana se reencontró con su blackberry y el del cous cous abrió un libro de crucigramas, y así, cada cual a lo suyo hasta que todos se vieron de nuevo metidos en su burbuja. La señora madre de mi derecha había encendido uno de esos libros electrónicos y se me ocurrió hablarle.

- Creo que voy a hacer lo de la patata que me ha dicho usted, con algo de pimienta molida debe estar muy bueno.

- Eh? - Dijo algo molesta por la interrupción - Ah, sí. - Agachó de nuevo la mirada hacia el libro electrónico y sin volver a levantar la cabeza añadió: - Y si no, no sé. Busca algo por internet.

jueves, 11 de julio de 2013

Salvemos al burro



Uno de los mayores hobbys de este país es discutir sobre la tauromaquia. Siempre salen los mismos argumentos a favor y en contra y nunca se llega a un consenso, pero aún así, siempre soy incapaz de mantenerme al margen. Yo no estoy en contra, pero las corridas de toros es algo que no me gusta. Y no porque viole todo tratado contra el maltrato animal, y tampoco porque no tenga cabida en la mentalidad ética de una sociedad moderna y civilizada. Todas esas cosas son ciertas pero me la bufan. A mí no me gustan las corridas de toros porque resultan aburridísimas. No evolucionan, no innovan en absoluto, es siempre igual: toro que corre por aquí, toro que corre por allá, toro que se cansa y muere atravesado por una espada. Llevan 200 años haciendo lo mismo! Así es normal que cada vez tengan menos adeptos y necesiten de alguna que otra ayuda pública para poder seguir. Si de verdad quieren llenar las plazas, que se inventen cosas nuevas. Cosas como…qué sé yo, que se carguen un oso o un rinoceronte, y que empleen un hacha, un machete o un lanzallamas. Si será por armas y animales, hay todo un abanico de combinaciones. Pero siempre que digo esto me miran raro, como si fuese más cabal cargarse un toro que un rinoceronte. Y mira que eso de matar animales en peligro de extinción concuerda con uno de sus argumentos favoritos, ese de que si no hubieran corridas, ciertas especies de toros desaparecerían. Sabemos que eso es verdad. Y lo sabemos porque le esta pasando al burro, que se está extinguiendo en España. Lo cual es normal, porque quién necesita un burro para mover cosas de un sitio a otro ahora que todos tenemos un amigo con furgoneta? Sí, lo sé, esto del burro es algo muy triste, pero pensando en todo esto de los toros se me ha ocurrido una fácil solución. No sé cómo no se le había pasado por la cabeza a nadie hasta ahora. La cosa es comprar un burro, ponerlo en la plaza del pueblo y apedrearlo hasta la muerte. Gintonic gratis para la pedrada más certera. En pocos años se convierte en tradición y se extiende al resto de pueblos. Voila! Burro salvado. Pero ahora aparecerá el típico ‘ágorer’ diciendo que eso no está bien, que es inhumano apedrear a un burro. A ese ya le digo que la crianza y apedreo de burros traería muchísimos puestos de trabajo, al igual que hace la tauromaquia, y no estamos para desaprovechar posibilidades de empleo. Lo que yo no sé es cómo hacen el resto de países para tener menos paro que aquí sin necesidad de torturar ningún bicho. Pero cuidao! Quiero dejar claro a qué tipo de personas estoy escribiendo esto. Queridos taurófilos (y espero que esto signifique amante de las corridas de toros y no otra cosa), que por más que se os tache de sádicos por pura definición, yo sé que no sois malas personas. Por eso esta cruzada por salvar al burro a base de crueles pedradas va dirigida a vosotros y no hacia esos otros hipócritas, que se posicionan en contra de atravesar a un animal con una espada para que muera superfluamente ahogado en su propia sangre, y sin embargo no dicen nada de esos animales que son sacrificados sufriendo una muerte rápida para servirnos de consumo.
Esos que se abstengan en nuestra honorable lucha.


PD: por favor, que se abstengan también aquellos que tengan dificultades para captar ironías.

jueves, 4 de abril de 2013

Razones para odiar a Álvaro Negredo


Álvaro Negredo es un tío normal, una chaval de 28 años, un padre de familia, un futbolista del Sevilla. Tiene cierto parecido a Sylar, el malo de Héroes, pero eso no es una razón para odiarlo. O al menos no es la principal razón para hacerlo.

Eran las 23:39 del sábado 30 de Marzo cuando, en el Ciutat de València, estadio del Levante U.D., se encontraba este caballero con la pelota dispuesta a ser empujada prácticamente a puerta vacía, pero no, la pelota la mandó fuera. Era una oportunidad única que hubiera supuesto el gol del empate para su equipo. El chaval tardará mucho en olvidar el haber fallado una ocasión tan clara. Pero más lo lamento yo, pues de haber marcado ese gol, tendría en este momento nada menos que 726€ en mi bolsillo. Justo el dinero acumulado después de 27 largas jornadas jugadas en la porra de un bar. 726 EURAZOS que me ha quitado el señor Álvaro Negredo. Ni tan siquiera sé ahora mismo qué haría con ese dinero. Yo, que no tengo agujeros que tapar, que tengo mis necesidades básicas cubiertas y que no entiendo de lujos ni inversiones. No se me ocurren más que gilipolleces en las que gastar 726€. Y cada una de esas gilipolleces es una razón para odiar a Álvaro Negredo. Pensadlo bien, es lo que cuestan apróximadamente 145 MacMenús, que además, podría pedirlos perfectamente en un Burger King, que no me iban a poner reparos. Podría ir al bar Castillo, el de los 3 quintos por 1€, pedir la cantidad de 2178 botellines de cerveza y pasarme la tarde regalando quintos a todo el que pase por Blasco Ibáñez. O mejor aún, podría gastarlo todo en 3630 latas de cerveza del Lidl. Lo suficiente para invitar a toda la población adulta de Villamalea. Cuanto confeti y caramelos podría comprar? Podría hacer mi propia cabalgata? Invitaría a mis amigos a pizzas barbacoa, pero no cualquier pizza barbacoa, sino unas con la carne picada de los animales en peligro de extinción más exquisitos. No pongáis esa cara de asco, que seguro que también os habéis preguntado a qué sabe el lince ibérico. Tortilla con huevos de kakapo o pingüino emperador preparada por Ferrán Adriá. Imagina que entro a una cafetería, pido un café y a la hora de pagar suelto en la barra 726€, y a la pregunta de 'qué cojones haces' del camarero contesto con un 'ah, quédese las vueltas'. TÚ podrías ser ese camarero, pero no lo serás jamás porque Álvaro Negredo falló un gol cantado. No diré que donaría ese dinero a una ONG porque tampoco quisiera que Álvaro Negredo fuese odiado por todo un país necesitado. Pero creo que sí he dado ya razones suficientes para que cualquiera que lea esto, si alguna vez se encuentra casualmente con Negredo, le estreche la mano y, sin llegar a soltársela, mírándole fijamente con los ojos entrecerrados, se le acerque y le susurre: 'has hecho infeliz a mucha gente'.

jueves, 10 de enero de 2013

El largo trayecto que hay hasta casa


El largo y solitario camino que hay siempre hasta casa da para pensar muchas cosas. Uno piensa, por ejemplo, al ver un Santaclaus bailando y cantando con la voz de George Michael en la puerta de un bar, que a santo de qué, alguien con la capacidad de desplazarse donde quiera en pocos segundos, decide pasar todo el año aislado en el polo norte a temperaturas bajo cero. O también uno se puede preguntar si, ese señor de barba blanca, caería tan bien entre los niños si estos supieran que no se puede sobrevivir en el polo norte sin matar adorables foquitas para comérselas. Porque no creo que los pequeños elfos puedan sembrar patatas a esas latitudes.

Corto inesperadamente estas interesantes reflexiones al girar una esquina. Lo hago de forma brusca y repentina, completamente confiado, como si no pudiera encontrarme cualquier adversidad al otro lado. Y entonces pienso que debería tener cuidado. ¿Y si me cruzo con una señora que porta encima una tarta? Chocaríamos, se le estrellaría la tarta en la cara y así, no solo le jodería el cumpleaños a alguien, si no que también echaría por tierra el tiempo que empleó esa buena mujer en arreglarse. La escena resultaría harto cómica pero yo llegaría a casa sintiéndome realmente mal. O aún peor que el caso de la señora con la tarta, y aprovechando los pensamientos residuales sobre el polo norte. Imagina que al girar la calle lo que encuentras es un oso. Y no un oso cualquiera, sino el más grande de todos. Un vigoroso oso polar macho de 3 metros topándose conmigo al girar la esquina. Por supuesto que él también quedaría sorprendido. Seguro que como mucho esperaba a una señora con una tarta, pero lo que es más seguro todavía es que él saldría del trance antes que yo. Y entonces, ¿qué? ¿Qué debería hacer si me encontrara un oso polar una noche cualquiera por la calle? ¿Correr? ¿Subirme a una farola? ¿Meterme debajo de un coche? ¿Rascarle detrás de las orejas? ¿Qué? Pero de pronto me viene a la mente un flashback que me hace pensar que quizá un oso polar no fuese tan peligroso. Recuerdos de un documental en el que los residentes de una base de investigación ahuyentaban a uno de esos bichos gritándole improperios y agitando un palo. ¡Os lo juro! Les bastaba con una maldita vara metálica para que la bestia salieran huyendo. Lo cual no deja de ser curioso, porque los oso cazan focas de 200 kilos y no sé lo que pesarán los investigadores de la base, pero por su salud, espero que menos que una foca. Y esto me hace pensar más. ¿Qué pasaría si una foca aprendiera a zarandear una vara de hierro? Aterrados al ver que su presa los amenaza con un trozo de metal, los osos huirían despavoridos, no podrían alimentarse y acabarían extinguiéndose. Cuan sabia debe ser la naturaleza, que le niega a las focas manos prensiles para que no puedan enfrentarse a los osos con escobas o garrotes.

Así, sin comerlo ni beberlo me doy cuenta de que ya he llegado a casa. Qué corto se ha hecho esta vez. Aunque es una lástima que mis reflexiones terminen con tantas lagunas. Pienso que quizá al acostarme se termine todo montando en sueños, pero en el fondo sé que si acaso acabaré soñando con Papa Noel apaleando focas.