jueves, 10 de enero de 2013

El largo trayecto que hay hasta casa


El largo y solitario camino que hay siempre hasta casa da para pensar muchas cosas. Uno piensa, por ejemplo, al ver un Santaclaus bailando y cantando con la voz de George Michael en la puerta de un bar, que a santo de qué, alguien con la capacidad de desplazarse donde quiera en pocos segundos, decide pasar todo el año aislado en el polo norte a temperaturas bajo cero. O también uno se puede preguntar si, ese señor de barba blanca, caería tan bien entre los niños si estos supieran que no se puede sobrevivir en el polo norte sin matar adorables foquitas para comérselas. Porque no creo que los pequeños elfos puedan sembrar patatas a esas latitudes.

Corto inesperadamente estas interesantes reflexiones al girar una esquina. Lo hago de forma brusca y repentina, completamente confiado, como si no pudiera encontrarme cualquier adversidad al otro lado. Y entonces pienso que debería tener cuidado. ¿Y si me cruzo con una señora que porta encima una tarta? Chocaríamos, se le estrellaría la tarta en la cara y así, no solo le jodería el cumpleaños a alguien, si no que también echaría por tierra el tiempo que empleó esa buena mujer en arreglarse. La escena resultaría harto cómica pero yo llegaría a casa sintiéndome realmente mal. O aún peor que el caso de la señora con la tarta, y aprovechando los pensamientos residuales sobre el polo norte. Imagina que al girar la calle lo que encuentras es un oso. Y no un oso cualquiera, sino el más grande de todos. Un vigoroso oso polar macho de 3 metros topándose conmigo al girar la esquina. Por supuesto que él también quedaría sorprendido. Seguro que como mucho esperaba a una señora con una tarta, pero lo que es más seguro todavía es que él saldría del trance antes que yo. Y entonces, ¿qué? ¿Qué debería hacer si me encontrara un oso polar una noche cualquiera por la calle? ¿Correr? ¿Subirme a una farola? ¿Meterme debajo de un coche? ¿Rascarle detrás de las orejas? ¿Qué? Pero de pronto me viene a la mente un flashback que me hace pensar que quizá un oso polar no fuese tan peligroso. Recuerdos de un documental en el que los residentes de una base de investigación ahuyentaban a uno de esos bichos gritándole improperios y agitando un palo. ¡Os lo juro! Les bastaba con una maldita vara metálica para que la bestia salieran huyendo. Lo cual no deja de ser curioso, porque los oso cazan focas de 200 kilos y no sé lo que pesarán los investigadores de la base, pero por su salud, espero que menos que una foca. Y esto me hace pensar más. ¿Qué pasaría si una foca aprendiera a zarandear una vara de hierro? Aterrados al ver que su presa los amenaza con un trozo de metal, los osos huirían despavoridos, no podrían alimentarse y acabarían extinguiéndose. Cuan sabia debe ser la naturaleza, que le niega a las focas manos prensiles para que no puedan enfrentarse a los osos con escobas o garrotes.

Así, sin comerlo ni beberlo me doy cuenta de que ya he llegado a casa. Qué corto se ha hecho esta vez. Aunque es una lástima que mis reflexiones terminen con tantas lagunas. Pienso que quizá al acostarme se termine todo montando en sueños, pero en el fondo sé que si acaso acabaré soñando con Papa Noel apaleando focas.