La
mañana que Rosa Claramunt decidió suicidarse era la de un domingo cualquiera.
Tomó la decisión de forma tan impulsiva como determinante. Lo iba a hacer y
nadie le iba a quitar la idea de la cabeza. Y tan segura estaba de ello que
nada más pensarlo, se dispuso a llamar por teléfono uno a uno a sus seres
queridos para comentarles su ocurrencia. Pocas y débiles fueron las objeciones
que recibió al respecto. ‘No puedo decir que lo apruebe, pero tú verás lo que
haces. Eso sí, si quieres que te ayude en algo tendrás que esperarte un poco,
que estoy de camino a comprar el periódico’, fue la respuesta de su padre. No
se planteaba siquiera la opción de sentarse a reflexionar sobre ello, a crear
una lista con los pros y los contras. Tenía el firme convencimiento de que era
lo más adecuado y no cabía la posibilidad de echarse atrás. Pero sí tuvo la
frialdad de meditar sobre cuál debía ser el mejor modo de hacerlo. Descartó
rápidamente la ingesta de cualquier veneno pensando que algo que te acaba
matando no debe saber muy bien. No quería irse de este mundo con un regusto
amargo en la boca. De hecho, tras llegar a este razonamiento, fue a la nevera a
coger una de las empanadillas que sobró del día anterior para que el último
sabor que le quedara fuese el de sobrasada y atún que tanto le gustaba.
Mientras la empanadilla se calentaba en el microondas desechó también lo de
meterse en la bañera con una tostadora. No había necesidad de cargarse ningún
electrodoméstico. Debía ser algo súbito y rotundo. Sopesó la opción de tirarse
desde la azotea pero no quería protagonizar la escena morbosa del barrio.
Moriría discretamente en la intimidad de su casa sin que ninguna maruja pudiera
decir: ‘yo lo vi todo’. Fue al darle el primer mordisco a la empanadilla cuando
recordó el revolver que se escondía en una caja de zapatos en lo alto del
armario. Ese que nunca había sido utilizado por ningún miembro de la familia y
que llevaba criando polvo ahí arriba cerca de veinte años.
En cuanto lo vio, lo tuvo claro y sin más
preparación que la de limpiarle toscamente la mugre con un trapo y comprobar
que conservaba sus dos balas, fue al cuarto de baño, se plantó frente al
espejo, se introdujo el arma en la boca y le quitó el seguro. Tuvo su único
momento de duda cuando miró al techo y se imaginó a quien debía limpiar sus
restos. Bueno, hay que pintar de todas formas, se dijo antes de presionar el
gatillo.
El estruendo del disparo le hizo
encogerse de hombros y cerrar los ojos, y al abrirlos de nuevo, se encontró con
su propia cara de sorpresa. Notaba un ligero escozor en la parte posterior del
paladar y al pasarse la lengua por la zona podía palpar el orificio que había
dejado el disparo. Pero nada más. Repitió la misma acción. El estallido fue
acompañado esta vez por el sonido del chocar de dos metales y al abrir los ojos
la cara que vio no era de sorpresa sino de ofuscada curiosidad. Todo seguía
igual salvo por un pequeño detalle. Una perezosa gota de sangre le caía por la
frente dejando tras de sí un sendero rojo en su piel blanca. Si seguías
ese reguero encarnado hasta su origen, te topabas con una esfera plateada a
medio asomar por un pequeño cráter abierto en la carne.
¡Tengo una puta bala incrustada en la
cara!, le recriminó a su imagen en el espejo.
No había salido de su estupor cuando una
amiga la telefoneó al móvil.
- ¡Hey! ¿Todavía estás ahí? Acabo de leer
tu mensaje.
- Sí…sigo aquí.
- ¡Estupendo! Te iba a decir que te
esperaras un par de días para que te vinieras mañana al cine. Que Jorge no
quiere venir. Oye, ¿y cómo es que sigues viva? ¿Te has rajado?
- No, me he pegado un tiro pero no ha
salido bien. Tengo la bala clavada en la frente.
- Ugh…eso debe quedar horrible. ¿Y no te
duele?
- Me pica un poco. La estoy tocando pero
ni entra ni sale, no la puedo mover.
- Ajá… Pues tía, resulta que Jorge dice
que no le gustan esas películas, que si la quiero ver que me vaya con otra
persona. ¿Y lo que decía de hacer cosas juntos? No me gusta esto, tía, se está
distanciando. Creo que hay alguien más.
- Te voy a dejar. A ver qué hago con lo mío.
- ¿Me cuelgas? Pero tía, que los demás
también tenemos problemas. ¿Qué hago yo con Jorge?
Colgó y tiró el móvil al sofá con
desprecio. Se sentó y se esforzó en buscar algún síntoma que señalara que el
final estaba cerca, que se desplomaría sin vida en cualquier momento. Estuvo a
punto de autoconvencerse de que empezaba a marearse pero no podía engañarse a
sí misma. La realidad era que se sentía mejor que cuando se había levantado de
la cama.
Se limpió la cara, se puso una gorra,
bajó las escaleras corriendo con la cabeza baja y fue a ver a su hermana, que
trabajaba en una panadería a dos manzanas de camino. La panadería estaba
abarrotada. Se fue escurriendo con delicadeza entre la gente como una anguila
hasta llegar al mostrador.
- ¡Huy, Rosa! ¿Qué haces aquí?
- ¿Recuerdas lo que te he dicho de
suicidarme?
- ¡Ah, cierto! ¿Qué ha sido de eso?
- Pues mira- Se levantó la gorra para
mostrarle a su hermana la punta del proyectil brillándole en la frente.
- ¡Ugh! Qué mala pinta tiene.
- A mí me gusta, le da personalidad.-
Dijo un joven desde el otro extremo echándole una pícara sonrisa.
- ¿Te has pegado un tiro? Mi Juan se
lanzó a las vías y no tuvo ningún problema.- Le comentó la anciana que tenía al
lado.
- ¡Venga, hombre! Qué algunos tenemos
cosas importantes que hacer.
Su hermana siguió atendiendo a su
clientela alentada por las prisas ante la desesperación de Rosa.
- ¡Pero dime qué hago!
- Pues vas a tener que ir al hospital a
que te lo miren.
- ¿Me vas a llevar?
- ¡Qué va! Te tendrás que ir sola, que
mira cómo tengo la panadería.
- Pues dame las llaves de tu coche.
- De eso nada. Te vas en metro, no vaya a
ser que te dé un desmayo conduciendo y formes un estropicio.
Y en metro se fue, cruzándose con las
mismas miradas altaneras y susurros juiciosos que se encontraría al llegar al
hospital en la sala de espera. Pasó allí gran parte de la mañana porque nadie
consideraba que su caso fuese algo especialmente prioritario y cuando le tocó
el turno de entrar a la consulta, el doctor le reprochó que quizá, para algo así,
lo más adecuado hubiera sido que visitase a su médico de cabecera en lugar de
colapsar urgencias.
- Bueno, ¿dónde está el problema?
- Pues…tengo una bala en la frente.
- Ya. La he visto. Pero ¿qué quieres que
hagamos? Si te duele puedo recetarte ibuprofeno. Por lo demás sólo te queda el
reposo.
- Pero no me puedo quedar así ¿No pueden
operarme o algo?
- ¿Dices que te movamos la bala para
terminar el trabajo? La cirugía sería un gasto innecesario en este caso.
- Hombre, yo preferiría que me las
sacaran. Me he pensado mejor esto del suicidio.
- ¿Te lo has pensado mejor?¿No crees que
es algo tarde para eso?
A Rosa se le escapó una carcajada.
- ¿Qué dices? Si yo me encuentro bien, y
una ya está casi fuera. A poco que estornude se me cae sola.- Dijo sonriendo
ampliamente.
- No pareces entender la situación.- Le
replicó el doctor. Y empezó a hablar sobre las causas por las que la operación
no era viable. No eran complejos tecnicismos, eran palabras que Rosa conocía,
pero por alguna razón no era capaz de asimilarlas.
Rosa se puso en pie, fue hasta la puerta
y presionó el interruptor de la luz, pero no pasó absolutamente nada. Entonces
interrumpió la charla del médico, que no había dejado de hablar desde que
empezara.
- Oye, ¿no podéis subir las persianas o
algo? Se está quedando la habitación muy oscura.
- Me temo que tampoco podemos hacer nada
con eso.
Y esto sí lo entendió sin ningún
problema. Lo dijo poniéndole la mano en el hombro para reforzar el tono grave y
fraternal con el que articulaba la frase. A Rosa le alarmó la seriedad del
doctor. Rosa se dio la vuelta, giró el pomo de una puerta cuyo color ya no
podía de identificar, y al ver que no se abría, empezó a aporrearla y a pedir
ayuda a gritos. Esgrimía palabras que no coincidían en absoluto con las que pensaba
pronunciar. Palabras reales que no tenían ningún sentido en ese contexto. Rosa,
frustrada, entró en pánico. Fuera de aquella sala, fuera de aquel hospital y de
esa ciudad que le había tocado cruzar en metro, fuera de ese mundo absurdo e
ilusorio, la muchacha hubiera despertado ante una situación tan amarga y
tormentosa. Hubiera despertado de un brinco si la presión sanguínea fuese lo
suficientemente firme como para alcanzar los últimos capilares de su cerebro.
Pero no despertó del sueño. No salió de ese cuento onírico en el que los
objetos que la envolvían iban perdiendo nitidez por momentos y el doctor seguía
hablando, construyendo oraciones cada vez menos verosímiles. Allí, encerrada en
su cabeza, no era demasiado consciente de ello, pero de su mente empezaban a
esfumarse recuerdos superfluos como el nombre del novio de su amiga o el color
de las paredes de su casa, y después, de forma cada vez más apresurada, cosas
de verdadera importancia para ella. El sabor de las empanadillas, la voz de su
padre, la cara de su hermana y en general, todo lo que constituía la existencia
de Rosa Claramunt, fue desapareciendo paulatinamente a medida que la vida se le
escapaba a través de las muñecas, se dejaba guiar por la inclinación de la
bañera y se perdía para siempre por las cañerías.