El largo y solitario camino que hay siempre hasta casa da
para pensar muchas cosas. Uno piensa, por ejemplo, al ver un Santaclaus
bailando y cantando con la voz de George Michael en la puerta de un bar, que a
santo de qué, alguien con la capacidad de desplazarse donde quiera en pocos
segundos, decide pasar todo el año aislado en el polo norte a temperaturas bajo
cero. O también uno se puede preguntar si, ese señor de barba blanca, caería
tan bien entre los niños si estos supieran que no se puede sobrevivir en el
polo norte sin matar adorables foquitas para comérselas. Porque no creo que los
pequeños elfos puedan sembrar patatas a esas latitudes.
Corto inesperadamente estas interesantes reflexiones al
girar una esquina. Lo hago de forma brusca y repentina, completamente confiado,
como si no pudiera encontrarme cualquier adversidad al otro lado. Y entonces
pienso que debería tener cuidado. ¿Y si me cruzo con una señora que porta encima
una tarta? Chocaríamos, se le estrellaría la tarta en la cara y así, no solo le
jodería el cumpleaños a alguien, si no que también echaría por tierra el tiempo
que empleó esa buena mujer en arreglarse. La escena resultaría harto cómica
pero yo llegaría a casa sintiéndome realmente mal. O aún peor que el caso de la
señora con la tarta, y aprovechando los pensamientos residuales sobre el polo
norte. Imagina que al girar la calle lo que encuentras es un oso. Y no un oso
cualquiera, sino el más grande de todos. Un vigoroso oso polar macho de 3 metros
topándose conmigo al girar la esquina. Por supuesto que él también quedaría
sorprendido. Seguro que como mucho esperaba a una señora con una tarta, pero lo
que es más seguro todavía es que él saldría del trance antes que yo. Y entonces,
¿qué? ¿Qué debería hacer si me encontrara un oso polar una noche cualquiera por
la calle? ¿Correr? ¿Subirme a una farola? ¿Meterme debajo de un coche? ¿Rascarle
detrás de las orejas? ¿Qué? Pero de pronto me viene a la mente un flashback que
me hace pensar que quizá un oso polar no fuese tan peligroso. Recuerdos de un
documental en el que los residentes de una base de investigación ahuyentaban a
uno de esos bichos gritándole improperios y agitando un palo. ¡Os lo juro! Les
bastaba con una maldita vara
metálica para que la bestia salieran huyendo. Lo cual no deja de ser
curioso, porque los oso cazan focas de 200 kilos y no sé lo que pesarán los
investigadores de la base, pero por su salud, espero que menos que una foca. Y
esto me hace pensar más. ¿Qué pasaría si una foca aprendiera a zarandear una
vara de hierro? Aterrados al ver que su presa los amenaza con un trozo de metal,
los osos huirían despavoridos, no podrían alimentarse y acabarían
extinguiéndose. Cuan sabia debe ser la naturaleza, que le niega a las focas
manos prensiles para que no puedan enfrentarse a los osos con escobas o
garrotes.
Así, sin comerlo ni beberlo me doy cuenta de que ya he llegado a casa. Qué corto se ha hecho esta vez. Aunque es una lástima que mis reflexiones terminen con tantas lagunas. Pienso que quizá al acostarme se termine todo montando en sueños, pero en el fondo sé que si acaso acabaré soñando con Papa Noel apaleando focas.